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La sangre y el whisky



El sonido de las noticias en la televisión se mezclaba con el de la licuadora; los batidos saludables son tan angustiantemente ruidosos. Bob pasa la mano por la cara sin afeitar. Sus ojeras hablan de una noche llena de sobresaltos; vacía de verdadero descanso; una lluvia puede ser tortuosa cuando sus gotas resaltan el hastío por todas las cosas. 

Alguna vez, Bob había sentido devoción por las cosas que crecen; había amado las montañas y la visión del mar. En su juventud solía pensar que las aves marinas anunciaban que la tarde estaba por cerrar. 

Había amado y sentido el mundo como si fuera plano y sin extremos. Experimentó también la pasión y su sed destructiva y voraz. Buscó y defendió la verdad con fervor; mientras iba descubriendo que las verdades eran efímeras, a su debido tiempo todo principio era sumergido en la paradoja claridad de lo falso.  

Cansado de abogar por causas inevitablemente perdidas, ahora sentía un hastío universal. Una amargura permanente le privaba del sueño. Era consciente de que no podía amar a nadie; más exactamente, sabía que no quería amar a nadie. 

Algo en el noticiero le sacó de la abstracción del vacío. El reportero comentaba acerca de una mujer en Ohio que insistía en llegar a su iglesia; a pesar de los miles de infectados; ella decía que estaba inmunizada por la sangre de Jesús. 

Bob tomó el batido saludable que acaba de hacer y lo tiró a la basura. Sacó una botella de Whisky y apuró un trago desde el pico. Un trago profundo, quería sentir que se moría. Una vieja estúpida arriesgando su vida por una idea telógica que ella ciertamente era incapaz de entender; una tonta arriesgando su vida, precisamente, porque tenía ganas de vivir. Al otro extremo de la paradoja, él; detestando la vida y sin valor para terminar.


Roberto Jáuregui

Relatos del encierro.  


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