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Asincronía de invierno



Sorprendida, tomó el sobre y lo supo. 

Hace años, se encontraban en hoteles oscuros. Algunas tardes iban por helados y café; y noches hubo cuando reposaron sobre algún poema de Huidobro. A veces, ella leía el Principito mientras él la abrazaba. Luego, él le hablaba de cómo Tolstói explicaba el sentido de la historia. 

Se propusieron amarse en todos los lugares donde habían sufrido; aquel hotel donde habitó la soledad del abismo; aquella oficina donde la noche fue más oscura; aquella playa de arena tristísima. Pronto exploraron nuevos espacios; una camilla, un escritorio, una alfombra. El deseo era tierno; la ternura les quemaba. Él decía que sus ojos contenían la noche y la mañana, y que su razones y cabellos eran libres y rizados. Ella amaba su voz, y la forma de sus hombros. 

- «No me escribas hasta que yo te diga.» - Le dijo ella antes de partir, y luego escribió versos por años; hasta que sintió que era tiempo de romper la frágil estructura del silencio. Esperaría solo un poco más; se propuso escribirle cuando arribara el próximo invierno. 

Aquel sobre había llegado prematuramente, en los últimos días del otoño; y entonces descubrió que él también había guardado versos para conjurar la santidad de los silencios. 

Había creído que liberarse de la voluntad era negarla. Odiar el deseo; aniquilar el sentimiento en los poemas que escribía, la salvaba cada día del horror del mundo. Había una verdad innegable en la paradoja de odiar la vida para vivir cada mañana. 

El remitente del sobre era un amigo común. En el interior le esperaban tres cuadernos llenos de versos. 

Con irremediable miedo, percibió el vértigo de encontrarse frente a otra paradoja todavía más contundente. La ruptura del silencio más estruendosa, era el silencio perfecto y definitivo de la muerte. 


 


Roberto Pável Jáuregui

De: Relatos del Encierro


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